«Oceánicos», por Jesús Fernández Úbeda

Tapado por un taburete –reconozco que eso me jodió, eh–, en la pared paralela a la cristalera del Ocean Rock Bar, hay un velocirraptor dibujado por mí. Y, justo a la derecha de la cristalera, un bisonte prehistórico. Ah, y en el techo del baño de los tíos, mi amigo Javi Romero escribió con una llave “Úbeda masón”, a lo que respondí, con el mismo procedimiento pictográfico, con un añadido: “Mentira, soy susanista” –en aquella época, no sé por qué, pues nunca he simpatizado con la expresidenta de Andalucía, me dio por corear su nombre cuando iba ciego–.

Entrevisté ayer –escribo estas líneas el sábado 26 de septiembre de 2020– al paleontólogo Juan Luis Arsuaga y al escritor Juan José Millás. El primero me dijo que la Prehistoria está en todas partes; el segundo, que la época que precede a la escritura le explica mejor a él que el pasado siglo. Los entendí a la perfección, y me acordé de mis amigos Víctor Toller y Alberto Luque, párroco y coadjutor, respectivamente, de mi parroquia laica y azul, sita en el número 27 de la calle San Vicente Ferrer, en Malasaña. Porque, quizás, esas pinturas etílicas y esos graffitis beodos que hay plasmados en el Ocean tengan algo que ver con esto: hay una pulsión primaria, primitiva y constante que une al concejal de Más Madrid con los cromañones, y no es sólo la de decir “aquí estoy yo”, sino la de “aquí soy/fui yo”.

En el Ocean yo he estado muchas veces. Y he sido muy feliz muchas veces. Y, con amigos y desconocidos que dejaron de serlo a la segunda copa, he vivido muchas aventuras. Algún día, como hiciera Umbral con el Café Gijón, me gustaría escribir un libro sobre el Ocean. Porque Alberto y Víctor supieron crear, en pleno centro de Madrid, un garito con el espíritu, entiéndaseme, del bar del pueblo: el Ocean no es sólo un sitio al que ir a tomarse un Barceló con Coca Cola –es lo que pido siempre–, sino un lugar en el que al cliente se le llama por su nombre, porque el cliente no es un cliente, sino un feligrés. Antes de que, según Page, en Madrid se plantara “una bomba radioactiva vírica”, iba todas o casi todas las semanas al Ocean. Mi plan base era el siguiente: quedar con unos amigos ahí, tomarnos 2 ó 3 copazos –o 4 ó 5– y luego, Dios diría.

Qué bien lo pasábamos, carajo.

La covid-19 nos ha fastidiado a todos, y a mis compadres del Ocean, como poco, le ha pegado unos cuantos palos en las costillas. No sé detalles, pero su situación no es idílica. Tienen el bar chapado –desde marzo, sólo pudieron abrir tres fines de semana–, el tiempo pasa y ninguna administración les echa un bote salvavidas –en España se ha criminalizado al empresario del “ocio nocturno” de una forma obscena y, vistos los resultados, inútil: los bares de copas llevan cerrados desde el 20 de agosto y, en fin, comprueben ustedes mismos las cifras de contagios y fallecidos por coronavirus–. Sobreviven (pre)vendiendo bonos de copas, camisetas y calcetines corporativos en esta web. Pido a los lectores que apoquinen, que ayuden a mis buenos amigos. No ya porque les quiera, que les quiero, claro, sino porque tienen un bar que está de puta madre, porque ponen las copas más baratas y generosas de todo Madrid sin –esto es importante– colarte un garrafón y porque, para muchos, implicaría clausurar de un modo violento no ya una época, sino una parte de nuestras vidas que nos hace más libres, más festivos y más humanos.

Los que fuimos en el Ocean y los que queremos seguir siendo en el Ocean le debemos una a Víctor y a Alberto. Los fans de este templo somos legión, podemos aportar una ayuda de verdad, sin metafísicas.

Así que ya saben.